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Cáncer, el origen: entre Charles Darwin y Richard Peto
Por Patricia Pennisi
El cáncer es responsable de 1 de cada 8 muertes en el mundo. Comprende más de 100 enfermedades diferentes y abarca a la mayoría de los diversos tipos de células que hay en un organismo. Puede ser hereditario, es decir, transmitirse de padres a hijos, o no. Desde el punto de vista evolutivo, el cáncer afecta a organismos pluricelulares, del reino animal. Esto se debe a que para que la aparición de organismos pluricelulares tuviera lugar, fue necesario el desarrollo de niveles de cooperación muy elevados entre el conjunto de las diferentes células que los constituyen. Este trabajo se mantiene por la coordinación de adaptaciones de los diferentes conjuntos de células, que a la vez que se dividen adoptan comportamientos solidarios y desinteresados, por ejemplo, el “suicidio” frente a una señal determinada, llevando a la apoptosis o muerte celular programada. Por lo tanto, los organismos pluricelulares han podido evolucionar gracias a la renuncia de cada célula a sus intereses individuales, seleccionando capacidades que dieran prioridad al funcionamiento y la estabilidad del conjunto. El cáncer surge por el quebrantamiento de esta colaboración entre células, permitiendo la aparición de células “egoístas” que adquieren cualidades que facilitan y perfeccionan su propio modo de vida. Ahora bien, para que ocurra la transformación de una célula normal en una capaz de formar un tumor se necesita una serie de cambios. Estos se suceden de manera progresiva, por lo cual a medida que la célula evoluciona adquiere ventajas, que son transmitidas a través del ADN a su propia descendencia mediante la división celular. Cada una de estas ventajas o cambios representa una derrota de los sistemas de control que son solidarios con el conjunto, ancestrales e intrínsecos de las células.
Si cada división celular conlleva una probabilidad dada de que se produzca un cambio cancerígeno, eso significa que aumenta el riesgo de desarrollar cáncer con cada célula y con cada año adicional de vida de un organismo. Sin embargo, la incidencia de cáncer no se incrementa con el incremento en tamaño ni longevidad a través de las especies animales. En la década de 1970-1980 el Dr. Richard Peto¹, estadístico y epidemiólogo inglés, observó que, a pesar de tener un mayor número de células, los humanos somos mucho menos susceptibles de padecer cáncer que los ratones. Observó, además, que en general no había relación entre el tamaño de los animales o su edad, y la posibilidad de padecer cáncer, sino más bien lo opuesto. Dicho de otra manera, mientras más células tiene y más longevo es un animal, menos formas de cáncer padece. Esta observación es lo que conocemos como “la paradoja de Peto”.
Si el entendimiento actual del cáncer es correcto, debe haber algo muy diferente en los organismos grandes y longevos que favorece la supresión de la aparición de tumores. Estas diferencias han permitido la evolución de cuerpos enormes, con ciclos vitales extendidos y con menor fertilidad, sin aumentar la carga tumoral.
Una de las explicaciones posibles es que los grandes organismos han evolucionado de manera independiente en múltiples oportunidades a lo largo de millones de años. Así, podría ser que se hubieran desarrollado mecanismos distintos en diferentes animales para incrementar sus capacidades supresoras de tumores. Hoy en día hay algunas evidencias que apoyan esta hipótesis. Un caso es el del carpincho que es el roedor más grande que existe (aproximadamente 60 kg, cerca de 2000 veces el peso promedio de un ratón). Estos animales lograron sostener la evolución de algunos mecanismos que promueven el crecimiento en tamaño y, a la vez, la evolución de su sistema inmune de supresión tumoral para contrarrestar el desarrollo de cáncer. Otro caso es el de los elefantes, que pesan alrededor de 3 toneladas y viven entre 40 y 60 años dependiendo de la especie. Los elefantes poseen alrededor de 20 copias de un “gen supresor tumoral”, llamado TP53, que se encarga de reparar el daño en el ADN, mientras que los humanos y otros mamíferos poseemos sólo una. Si bien puede no ser la única causa, la mayor capacidad de reparar el daño del ADN celular disminuye la posibilidad de iniciación del cáncer. Finalmente, las ballenas azules (alrededor de 100 toneladas de peso) no poseen copias extra de éste supresor tumoral como el elefante, pero han desarrollado otros mecanismos para reparar el ADN y modificar el metabolismo, disminuyendo el daño celular y por lo tanto el riesgo de cáncer.
Si bien se ha avanzado mucho en las terapias contra el cáncer, los tratamientos no han sido tan efectivos como se esperaba. El conocimiento de los mecanismos de supresión tumoral que la evolución ha ido perfeccionando a lo largo de millones de años en estos animales enormes y longevos, podría significar nuevas oportunidades en el campo de la oncología. Y una razón más para protegerlos.
Grupo Factores de Crecimiento y Biología Tumoral
¹ Sir Richard Peto es estadístico y epidemiólogo inglés y profesor de estadísticas médicas y epidemiología en la Universidad de Oxford, Inglaterra.
Charles Darwin (1809-1882) fue un naturalista inglés que publicó una de las obras científicas más influyentes en el mundo de la biología: “El origen de las especies”. En ella, asentó las bases de la evolución, un proceso que es posible gracias a lo que bautizó como selección natural. Se lo considera el “padre de la biología moderna”.
Editores: Mariana Tellechea, María Noel Galardo, Rodolfo Rey, Héctor Jasper
Consejo Editorial "CEDIE y Sociedad"
* Imagen ilustrativa. No se pretende infringir derechos de autor. Ballena Franca Austral. Península Valdés, Chubut, Argentina.